martes, 12 de noviembre de 2013

Las horas previas

El hombre del schnauzer ha muerto.

Ha muerto ya, o morirá pronto. Hace días que no le veo en el parque y, aunque yo no vengo siempre, él no falta un sólo día. Pero hace mucho, puede que semanas —para ser sincera, no llevo la cuenta— que no le veo por aquí, con su gorra de felpa y su estúpido schnauzer. Es un perro pequeño y tonto que se empeña en ladrar a todo ser viviente que le saca por lo menos una cabeza. A lo mejor es él el que ha muerto. Quizá alguien no ha sido capaz de controlar a su bóxer, y le ha desmembrado. Muerto el perro… Pero no, seguramente bajaría incluso sin nada que pasear. Se pasearía a sí mismo. Le encanta, venir al parque y mirar a todo el mundo con esa sonrisita de viejo beatífico. Como si a los setenta años te diesen la llave de la paz con el universo. Nunca se enfadaba, nunca le molestaban los críos con la pelota ni su perro tonto peleándose con todo el mundo ni el hecho de bajar solo, solísimo, día tras día, a este parque miserable. Creo que está tan pirado como su schnauzer.

No sé cuántos años tendrá. Cuando le vi por primera vez yo tendría unos cinco, llevaba trenzas y un peto vaquero y estaba acompañando a una vecina a pasear a su perro nuevo. La niña ni siquiera me caía bien, pero era su cumpleaños y le habían regalado un precioso labrador de dos meses, una bola de juegos y pelo suave. Era perfecto y, a las ocho de la mañana de un domingo, me comía la envidia mientras le veía correr por todo el parque como una bala. Sólo estábamos nosotras y él, el hombre del schnauzer. Me pareció viejísimo, pero a lo mejor no tenía más de sesenta años. Ya estaba solo. Se ofreció a acompañarnos a casa, pero Sara contestó, toda orgullosa, que ya tenía seis años. Él sonrió y dijo que, con un guardaespaldas tan bueno —su perro y el nuestro ya estaban ladrándose, uno desde cada esquina—, no le extrañaba que pudiésemos volver solas. Yo pensé si aquel señor tan viejo no tendría nada mejor que hacer que hablar con dos niñas tan pequeñas.

Durante mucho tiempo, no volví a saber de él, porque mis padres se negaban a comprarme un perro. Da mucho la lata y es sucio y, ¿quién lo limpiaría? Yo no, seguro. Me compraron un periquito, como si fuese comparable. Y unos cuantos peces, que siempre morían a las pocas semanas y que yo enterraba con mucho sentimiento en las macetas de la terraza. Durante años pedí a los reyes, supliqué a mis padres, incluso fui a la iglesia un par de veces, a rezar que alguien, quien fuese, me trajese un perrito. No necesitaba que fuese grande y majestuoso, no pedía un husky ni un doberman. Me bastaba con un ser cálido y suave al que tirarle la pelota y que me recibiese a la vuelta del colegio con un molinillo por cola. Alguien que se alegrase de que yo estuviese en casa y no me mandase a mi cuarto a estudiar, aunque en quinto de primaria no tuviese exámenes.

Cuando cumplí los trece años, se hizo el milagro. Me desperté un día y mi padre ya no estaba en casa, pero en la entrada había una cesta con un diminuto bichón maltés blanco dormido en el centro. Era tan pequeño que ni siquiera tocaba las paredes de mimbre. Le gustaba acurrucarse a mi lado durante horas, mientras yo estudiaba en mi cuarto o leía o simplemente me encerraba para no molestar a mi madre mientras hablaba por teléfono. A Zuri tampoco le gustaba estar con ella, porque le asustaban los gritos, así que pasábamos mucho tiempo en mi habitación. Y tres veces al día, bajábamos al parque. Tres veces al día que el hombre del schnauzer estaba allí, sentado en un banco bajo uno de los dos árboles birriosos que había. Entonces sí que era viejo de verdad. Creo que me reconoció, aunque no sé si es posible que se acordase de una niña que ocho años antes había bajado una mañana a pasear el perro de una amiga. Pero yo sí que me acordaba de él. Seguía teniendo aquella sonrisita estúpida y le ofrecía galletitas y cariños a mi perro, como si esperase que me acercase a hablar con él. Nunca lo hice. Nunca volví a hablar con él.

Durante años, le vi tres veces al día, sentado en el mismo banco, apoyando la barbilla en el bastón y mirando a los niños jugando. A Zuri le gustaba, pero yo nunca me acerqué. Creo que él sí hubiese intentado hablar, pero yo siempre me iba al otro lado de la placita y hablaba por teléfono o, siempre que podía, me bajaba una amiga. Sara seguía sin caerme bien pero, si coincidíamos, hablaba con ella, sólo por no tener que evitar activamente al viejecillo.

A los quince años, conocí a Ander. Tenía un hoyuelo en la mejilla derecha, botas militares y una doberman inmensa con aires de aristócrata. Tenía dos años más que yo y pinta de haber vivido mucho. Viéndolo ahora, quizá sólo fuese un adolescente con ínfulas de grandeza. Me gustó desde el principio, e igual de rápido el hombre del schnauzer le odió. Seguramente, porque su perro loco insistía en meterse con Beltza y él no siempre hizo todo lo posible por evitar que se peleasen. Creo que algo sí hizo, porque si no aquel perrillo habría muerto hace ya años. Estuvimos juntos diecisiete meses. Todos y cada uno de aquellos quinientos dieciséis días, bajamos al parque a pasear a nuestros perros y a enfrentarnos a la mirada desaprobadora del viejo. A veces, yo bajaba sola, y entonces él me sonreía y volvía a llamar a Zuri. Pero si estábamos los dos, me ignoraba, como si le hubiese ofendido en lo más íntimo por estar con aquel chaval medio gótico que no respetaba a su perro enano. Era odioso.

Quinientos dieciséis días después de nuestro primer beso, Ander me dijo que se iba a Madrid a estudiar. Y aquello fue todo. Yo me quedé otra vez sola en el parque, con Zuri y con el señor del schnauzer. Al final, Zuri también se fue. Durante días, por la fuerza de la costumbre, bajaba al parque cada mañana, con la mochila y la carpeta. A pasearme a mí misma, antes de ir al instituto. Y cuando llegaba allí, me daba cuenta de que ya no había perro ni novio ni nada que me llevase a aquel sitio, y simplemente me sentaba en el banco. Y allí estaba, el schnauzer loco olisqueando los arbolillos como si nunca los hubiese visto y su dueño, sentado al otro lado del banco. Nunca le hablé. Él me miraba y sonreía, esperando algo, pero nunca supe cómo, después de tantos años, saludarle. Un par de semanas  después, dejé de pensar que el despertador no había sonado y que llegaba tarde a pasear al perro.

Me faltó tiempo para huir de aquí. En aquel momento lo llamé “ser valiente” y “buscar experiencias”, pero fue una huida en toda regla. Primero, Barcelona. Luego, Salamanca, Roma, Estados Unidos. Cinco años de carrera en los que no pasé más de dos semanas en casa. Aquí ya no me quedaba nadie. Escribía a mi madre una vez al mes y ella me escribía todas las semanas, contándome las vidas de mis amigas, de la familia, incluso de los vecinos. Seguramente sabía más de ellos que de mí; yo nunca pregunté por el hombre del schnauzer. Pensé que debía haber muerto ya. Sabía que no estaría en una residencia, porque para eso alguien tendría que haberle llevado. Y él siempre estaba solo. A nadie le importaba si iba o venía, si se mataba en la bañera o un día simplemente no se despertaba; a mí tampoco me importaba y nunca pregunté.

Y aquí estoy. De vuelta. Ahora paso mucho más tiempo en el parque. Nuestra casita de dos habitaciones es demasiado pequeña para un samoyedo. Podría pasarme horas mirando a Mat corriendo a toda velocidad, con la lengua fuera como si fuese en coche. Incluso mi jardín se le queda pequeño, pero en este parque miserable… Es feliz. Se le cae la casa encima casi tanto como a mí. Siempre ha sido diminuta, pero nunca ha estado tan silenciosa. Cuando me llamaron, creí que debería volver. Ayudar a recoger, o a algo. Pero hay poco que guardar; nunca tuvimos muchas cosas. Llevo un mes aquí y no tengo nada que hacer. Mis amigas ya no son mis amigas, y mi familia nunca ha sido mi familia, así que tengo más tiempo que nunca para sentarme en el sofá. Es como si cada minuto que paso en el salón vacío me cayese una tonelada de cemento encima. Así que pasamos mucho tiempo en el parque.

Los primeros días, él estaba aquí. Los niños y los perros habían cambiado, pero el hombre del schnauzer seguía ahí, como si fuese una estatua puesta por el ayuntamiento. Imperturbable. Y me miraba y me miraba, durante horas, mientras yo clavaba los ojos en Mat. Esperaba que en cualquier momento se levantase y se sentase a mi lado y pretendiese tener una larga y profunda conversación sobre el sentido de la vida. Si nunca había querido saber nada de él, ¿por qué se empeñaba ahora en establecer contacto? Como si quisiese contarle nada a nadie, menos a un viejo desconocido y acosador que sólo podía aportarme treinta años de soledad y un perro demenciado. Maldita sea…


Pero hace ya tiempo que no le veo. A estas horas, que todavía no están puestas las calles, sólo estamos Mat y yo aquí fuera, muriéndonos de frío mientras amanece. 

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